Sin que pueda considerarme siquiera un jinete, tengo, como
todo uruguayo, una fotografía montado en el caballo de un amigo, un recuerdo de
la breve época en la que tuve mi residencia en una zona de chacras (granjas)
bastante próxima a Montevideo. En nuestro país no hay ni camellos ni
dromedarios, ni siquiera en el zoológico. Es así que durante el viaje tuve la
escondida esperanza de hallar uno en el cual montar. Sabía de excursiones en
camello a las pirámides, en Egipto, pero de esta zona no había oído nada. Lo
más cerca que estuve de uno fue a través de una foto que tomé desde el ómnibus mientras
viajábamos siguiendo la línea del cauce del río Jordán. Me llamó la atención
como estos animales se alimentaban con pequeñas matas vegetales que
aisladamente crecían luchando entre piedras y arena.
Desde el Monte de los Olivos hay una espléndida vista de la
Jerusalén amurallada, de la que hablaré en otro momento y subiré el video que grabé. Naturalmente que
nuestro vehículo se detuvo en el mirador.
Cuando el grupo se adentraba en el monte de los olivos,
subiendo una escalera de piedra construida en un alto muro que hacía de pared
de contención, vi un enorme camello ensillado, había estado todo el tiempo
detrás de nosotros. Me subí sin preguntar. El palestino a su lado sonrió. El
animal, habituado, se paró con lentitud de manera graciosa. Primero se irguió
sobre la mitad de las patas, como si se hincara y luego finalizó la maniobra
irguiéndose completamente. Fue un momento muy divertido. Yo aferrado a un caño
con forma de “T” unido a la montura mientras algunos miembros del grupo, que
también se habían rezagado, guiaban al vicho por el camino de acceso al
mirador. Finalizado el recorrido el palestino dijo en un inglés bastante claro
que eran cinco euros, y riendo agregó que debía pagarlos para poder bajar.
Otros turistas habían dejado de mirar hacia la explanada del templo y se
divertían con el show circense del cual era protagonista. «Págale, págale, que si no, no me deja bajar
dije riendo” y levanté la pierna izquierda, la hice girar sobre el soporte de
caño y, como estaba en buen estado físico para mi edad, salté hacia el lado
derecho del animal; mientras todos reían. Di sus merecidos cinco euros al
hombre palmeé su espalda, le agradecía en español, de manera automática y corrí
subiendo los escalones. El grupo se había perdido de vista. Solo vi a alguien
rezagado que después tomaba una cuesta y descendía. Los demás dos o tres me
siguieron.
Crucé el monte de los olivos y sin mirarlo disparé dos o
tres fotos. El grupo había ingresado en una basílica que después supe se
llamaba iglesia de las Naciones, porque fue construida por varias naciones, o
Basílica de Getsemaní.
En algunas zonas se han dejado ventanas de vidrio en el piso, que permiten ver los mosaicos de un piso inferior, que corresponde a una antigua iglesia bizantina, cuyo
diseño ha sido continuado en el actual.
Algo impactó en mí. Por años, sobre todo durante el rezo del Rosario,
he imaginado a Jesús sentado, arrodillado, sobre un piso de rocas grises en
medio de un monte. No un monte de olivos precisamente pero un monte natural de
árboles no demasiado altos, como nuestros montes naturales. Ahí está la roca, demasiado plana, demasiado
pequeña. No es ciertamente como la imaginaba, tampoco es muy diferente. Si lo
es el entorno. Y la piedra empapada por la transpiración roja, espesa. El
llanto del Dios hombre que necesita ayuda. Parece contradictorio. Sí,
contradictorio, pero tan cercano. ¿Cuántas veces nos sentimos caídos sobre la
piedra? ¿Cuántas veces nos levantamos? ¿Y cuántas veces intentamos huir
de ella?
Y otra vez a correr hacia el micro. La excursión que no
para. La meditación que hay que postergar. Un sentimiento que forma parte de lo
efímero y que se suma al agotamiento de la jornada. Un intentar mantener la
imagen de la piedra vacía en la retina mientras el cansancio nos vence durante
el viaje de regreso al hotel, mientras escucho que algunos rezan el Rosario al
unísono con alguna oración que intento repetir en la somnolencia.
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