domingo, 28 de febrero de 2021

GETSEMANÍ

 

  Sin que pueda considerarme siquiera un jinete, tengo, como todo uruguayo, una fotografía montado en el caballo de un amigo, un recuerdo de la breve época en la que tuve mi residencia en una zona de chacras (granjas) bastante próxima a Montevideo. En nuestro país no hay ni camellos ni dromedarios, ni siquiera en el zoológico. Es así que durante el viaje tuve la escondida esperanza de hallar uno en el cual montar. Sabía de excursiones en camello a las pirámides, en Egipto, pero de esta zona no había oído nada. Lo más cerca que estuve de uno fue a través de una foto que tomé desde el ómnibus mientras viajábamos siguiendo la línea del cauce del río Jordán. Me llamó la atención como estos animales se alimentaban con pequeñas matas vegetales que aisladamente crecían luchando entre piedras y arena.

  Desde el Monte de los Olivos hay una espléndida vista de la Jerusalén amurallada, de la que hablaré en otro momento y subiré el video que grabé. Naturalmente que nuestro vehículo se detuvo en el mirador.

  Cuando el grupo se adentraba en el monte de los olivos, subiendo una escalera de piedra construida en un alto muro que hacía de pared de contención, vi un enorme camello ensillado, había estado todo el tiempo detrás de nosotros. Me subí sin preguntar. El palestino a su lado sonrió. El animal, habituado, se paró con lentitud de manera graciosa. Primero se irguió sobre la mitad de las patas, como si se hincara y luego finalizó la maniobra irguiéndose completamente. Fue un momento muy divertido. Yo aferrado a un caño con forma de “T” unido a la montura mientras algunos miembros del grupo, que también se habían rezagado, guiaban al vicho por el camino de acceso al mirador. Finalizado el recorrido el palestino dijo en un inglés bastante claro que eran cinco euros, y riendo agregó que debía pagarlos para poder bajar. Otros turistas habían dejado de mirar hacia la explanada del templo y se divertían con el show circense del cual era protagonista.  «Págale, págale, que si no, no me deja bajar dije riendo” y levanté la pierna izquierda, la hice girar sobre el soporte de caño y, como estaba en buen estado físico para mi edad, salté hacia el lado derecho del animal; mientras todos reían. Di sus merecidos cinco euros al hombre palmeé su espalda, le agradecía en español, de manera automática y corrí subiendo los escalones. El grupo se había perdido de vista. Solo vi a alguien rezagado que después tomaba una cuesta y descendía. Los demás dos o tres me siguieron.

  Crucé el monte de los olivos y sin mirarlo disparé dos o tres fotos. El grupo había ingresado en una basílica que después supe se llamaba iglesia de las Naciones, porque fue construida por varias naciones, o Basílica de Getsemaní.

  En algunas zonas se han dejado ventanas de vidrio en el piso, que permiten ver los mosaicos de un piso inferior, que corresponde a una antigua iglesia bizantina, cuyo diseño ha sido continuado en el actual.

  Caminé hacia el grupo mirando rápido el aspecto general, deslumbrante, pero igual al de otros muchos templos que he visitado en el correr de los años. Hasta que llegando al altar una compañera del grupo me dijo: «es la roca de la oración» mientras señalaba un afloramiento pétreo, bastante plano, situado casi a mis pies.

  Algo impactó en mí. Por años, sobre todo durante el rezo del Rosario, he imaginado a Jesús sentado, arrodillado, sobre un piso de rocas grises en medio de un monte. No un monte de olivos precisamente pero un monte natural de árboles no demasiado altos, como nuestros montes naturales. Ahí está la roca, demasiado plana, demasiado pequeña. No es ciertamente como la imaginaba, tampoco es muy diferente. Si lo es el entorno. Y la piedra empapada por la transpiración roja, espesa. El llanto del Dios hombre que necesita ayuda. Parece contradictorio. Sí, contradictorio, pero tan cercano. ¿Cuántas veces nos sentimos caídos sobre la piedra? ¿Cuántas veces nos levantamos? ¿Y cuántas veces intentamos huir de ella?

  Y otra vez a correr hacia el micro. La excursión que no para. La meditación que hay que postergar. Un sentimiento que forma parte de lo efímero y que se suma al agotamiento de la jornada. Un intentar mantener la imagen de la piedra vacía en la retina mientras el cansancio nos vence durante el viaje de regreso al hotel, mientras escucho que algunos rezan el Rosario al unísono con alguna oración que intento repetir en la somnolencia.

  Hoy he visto al padre Juan Solana, de Magdala, con sus peregrinos virtuales meditar sobre el Credo de la Iglesia Católica, en ese mismo lugar. Un lugar sin gente que me permite ver más detalles o rememorar esa visita. Una visita que no ha alterado mi imagen al rezar el rosario cada día pues la piedra está en el monte y no está vacía. Y porque pasos más abajo dormitan tres apóstoles, tal como lo hacemos nosotros tantas veces.

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