MAR DE GALILEA

TRAVESÍA  POR EL LAGO

Ha finalizado la misa del día y apresurados nos dirigimos al ómnibus que comienza a recorrer la vía que circunvala esa masa de agua de veintiuno por doce quilómetros, dimensiones máximas, de tan solo ciento sesenta y seis quilómetros cuadrados, y que se encuentra a doscientos metros debajo del nivel del mar. Estamos sobre la hora, nos hemos retrasado unos quince minutos. El chofer para, pregunta, y nos deja en un terminal con un largo muelle de madera. ¡Qué susto! El barco está ahí, no hemos perdido el turno, caminamos hacia él y comenzamos a subir entre fotos y más fotos. —Bajen, bajen, no es éste, debemos ir a otro muelle. —Es la voz tranquila del padre Juan.

Otra vez parte el vehículo corriendo por ese asfaltado y angosto camino desierto. ¡Llegamos! Parece que sí, debe ser este, enlentecemos la marcha esperando que suba el padre y pregunte. ¡Sí! ¡Este es! el grupo sube apresurado. Se cambia la bandera y se iza la del sol con las cuatro franjas celestes y cinco blancas al compás del himno nacional. El padre Juan, con su sotana negra, se dispone a leer el evangelio. El mar de Galilea, lago de Genesaret o de Tiberíades, como queramos llamarlo comienza a rodearnos con esas cortas olas que les son tan propias a los lagos, se escucha su chapotear contra el casco de madera que navega mar adentro. Veo como mis compañeros de viaje se quedan quietos, serios, saco alguna foto de sus rostros.

Las amarillentas elevaciones que nos bordean nos separan del presente. El cielo está azul, casi despejado, el silencio se hace profundo y el tiempo se detiene. Todos estamos absortos, embelesados. Es quizá un «gracias por habernos permitido estar aquí, sobre el lago, no merecemos esto». En el recuerdo es la imagen de Pedro la que aparece diciendo «Señor aléjate de mí que soy un pecador» [Lc 5,8].

Meses después tendría la oportunidad de brindar unas charlas testimoniales sobre este viaje. Al llegar a este punto haría un silencio que el activo grupo presencial acompañaría. Un tiempo después el padre Enrique, luego de haber presenciado las charlas diría: —Se emocionó cuando llegó a este punto. —y aún lo hago, cuando escribo… porque no se en que tiempo escribo.
 
        Sin embargo me seguiré preguntando sobre ese estado de paz infinita, ¿cómo definirlo?, ¿qué es lo que en realidad sucede?

No consiste en algo sobrenatural, no lo vemos a Él, ni lo imaginamos caminar sobre las aguas; no son visiones, se lo que son y en mayor o menor grado todos hemos tenido experiencias; tampoco es solo el recuerdo de los dichos de mi madre, aunque es como volver a escucharla decir: «Poder caminar por los lugares por donde caminó Jesús… »

Jesús mismo nos habló de cómo podemos realizar algo por él, haciéndolo en los que tienen hambre, sed, en los forasteros, en los desnudos, en los presos [Mt 23, 35-36], o sea en los que sufren, pero eso no nos dice dónde ni como encontrarlo.

Puede tratarse de buscar a Dios en la oración del silencio y ser capaz, por su voluntad, de gozar de un acto de contemplación; hemos oído hablar muchas veces de contemplación más no sabemos en qué consiste porque no la hemos experimentado. ¿Es algo instantáneo que solo ocurren en determinado momento y que no necesariamente se repite si volviéramos a vivir ese momento? 
“Esta oración de quietud… comienza ya a darnos su reino aquí… Es ya cosa sobrenatural y que no la podemos procurar nosotros por diligencias que hagamos. Porque es un ponerse el alma en paz, o ponerla el Señor con su presencia” [Santa Teresa de Ávila Camino de perfección]

La santa madre Teresa de Calcuta [El amor más grande] nos habla de la contemplación con un sentido más amplio, no como perteneciente a un instante, sino de “vivir la vida de Jesús… Nuestra contemplación es nuestra vida” “dicho de una manera sencilla, nuestra vida de contemplación es comprender la presencia constante de Dios y Su tierno amor por nosotros en las cosas más insignificantes de la vida”

O quizá sí, se trata de contemplación, de tener la paz, la mansedumbre, tener un corazón limpio y abierto, y eso también implica una manera de vivir la vida. Por un solo y corto momento, mirar dentro de ese momento y desear expandirlo. Sería poder reconocer la inhabitación de Dios en nuestra alma [1 Cor 3, 16].

Lo más adecuado para describir lo que sucedió se encuentra en la respuesta de Felipe a Natanael: «Ven y verás» [Jn 1, 45-51] donde en el mismo pasaje: «Jesús le responde: Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi». Porque la Gracia es pura gratuidad. Y nunca hubo una certeza más grande, Él nos vio, nos escuchó cuando nos preguntábamos sobre el lago que describía Marcos… Deberé preguntarme: ¿en qué he cambiado?

La embarcación aceleró, hizo un giro y comenzó a tomar el camino de regreso. Todos los integrantes del grupo parecimos despertar, volver al presente. Cesa de repente, como vino !comenzó el ruido! Los comentarios se dirigieron a lo que vemos y no a lo que sentimos. Vuelven las fotos, los montes, las olas pequeñas y su chapoteo.

El bote en que viajamos es por supuesto bastante más grande que aquel en el cual navegó Jesús con algunos de sus discípulos, mientras el resto de ellos lo hacía en otro.

        Regresamos por el largo muelle de madera, y volvemos a pisar la tierra de Jesús, nos acercamos a un robusto borde de grandes rocas apiladas para evitar la erosión de la costa. Alguna de ellas han sido trabajadas por el hombre, me llama la atención una de ellas con un coloreado dibujo, la tarea de un hombre anónimo de una época desconocida para mí. Una obra tan común para la zona que ha hecho que la piedra se utilice como relleno, como los capiteles de antiguas columnas que adornan los jardines de las casas. Un signo más de una tierra donde se ha construido y destruido de forma permanente. Un signo más de dureza de corazón, de falta de contemplación, de no ver al que caminó como hombre hace dos siglos y que está hoy presente en este lugar, como también en cualquier otro, esperando que dirijamos nuestra mirada hacia Él.













No hay comentarios.:

Publicar un comentario