Llegué algo tarde. Bulliciosos,
todos pululaban por el patio caluroso. Crepitaban los leños entre las llamas y
la carne goteaba su grasa sobre rojizas brasas, despidiendo pequeñas columnas
de humo con aroma a hecho. El whisky iba y venía.
Entré en la casa. Solo, apenas alumbrado se encontraba un
pesebre que alguien había armado días atrás. En el piso me senté con las
piernas cruzadas y traté de penetrar en ese silencio llamativo. Allí estaban
todos los pesebres: el que de niño vi armar a mi madre, el de mi hermana menor,
la que hoy no está, el de mi esposa. Está también el microrelato que escribiré para
una niña, pensando en una hermosísima construcción confeccionada con rama de
olivo.
El hogar de una férrea estufa a leña era su alojamiento.
Aprecié dos niveles. Lo enmarcaban, por la parte inferior, un blanco mantel con
diseños navideños, a mi derecha un árbol muy rojo y encima hojas plateadas,
flores y bolas rojas. Muy llamativo, muy mundano. Si el constructor se hubiera
animado quizá pudo haber agregado una que otra arrugada bolsa de nylon, o
trozos de plástico para hacerlo más actual…
En la parte frontal derecha, delante del árbol y de la
fachada de festejo instalaron, horizontal, un espejo, un lago. Un remanso para
soportar el exceso. Una fuente de agua viva.
Hacia el interior,
sobre viejos almohadones de diseños diferentes, se simbolizaba la tradicional
imagen. A la izquierda, simulando el campo de los pastores, se representaba una
efigie secundaria, casi inadvertida.
En Belén hoy, existen dos lugares figurativos, que distan
alrededor de dos quilómetros y medio. Uno es el campo de los pastores, el otro,
el del nacimiento, ahí donde se encuentra la iglesia de la Natividad. Esa
construcción cuyo acceso mide poco más de un metro de alto. Es necesario
agacharse para poderla trasponer.
Adelante y hacia el centro, aun
sobre el mantel los tres reyes magos no han salido del ruido del mundo y deben
recorrer aún un largo trecho. Les queda cruzar un puente que les allanará el
camino. Siguen la estrella que es muy clara para quien la ha hallado y no tanto
para quien peregrina. Por un instante me acerco a ellos, como yo están
desorientados. Se encuentran en al palacio de Herodes. Me paro sobre la
exquisita decoración de sus mosaicos. Hablan entre ellos. No se necesita
conocer sus lenguas. Llevan los regalos ¿Están siguiendo el camino correcto?
Los dejo atrás, cruzo el profundo valle y me acerco a los
humildes trabajadores. Uno tiene una oveja a su lado. Se escuchan las notas de
una flauta dulce. Comen pan con queso y beben vino. No hablan, escuchan. Un
ángel de vestimenta roja, lento, se acerca trayendo el anuncio a esos pequeños,
que, llamados, escucharán con atención y algarabía.
Camino por el desierto gris con escasas y frescas islas
verdes de arbustos. Busco una gruta entre tantas grutas, un cobertizo entre
tantos cobertizos. Busco a quien no han querido alojar, ni querrán nunca, ni siquiera
hoy. Será el rey que no tendrá donde reposar su cabeza. Uno en una sagrada
familia de tres.
Es un bebé común, igual a cualquier otro, más humilde y más
grande. Recordará a su madre guardar recuerdos en su corazón y contar una y
otra vez las mismas anécdotas.
Desde el principio de los tiempos llegó a disfrutar de la
arena y del viento. A dejar escapar entre sus dedos la arena blanca y a retener
caparazones de caracol.
Del centro emana una luz potente y tenue que alumbrará por
siempre a quienes quieran verla.
A su lado se encuentra José, hombre fuerte y recio, bastón
en mano, que es apoyo y que es también arma. Es el encargado de guiar y proteger
el niño, de conducirlo por caminos misteriosos, no siempre seguros.
No falta el borrico, en el que María, embarazada, llegó cabalgando.
Sobre su lomo ha recorrido los ciento treinta quilómetros que la separan de su
pueblo, Nazareth. Y estarían todas las cosas que el autor hubiera querido incluir.
Afuera aumenta el estruendo. Dejo el
pesebre y la casa. Salgo hacia la comida, los cohetes, las luces, el champagne…
Hacia los saludos y los festejos, que no están mal. Adentro el niño continúa
jugado con arena.
—¡Oye! ¿Dónde has estado? ¿Has olvidado
que estamos festejando? Deja tus problemas para otro día. Toma una copa.
¡Brindemos! Esta noche es nochebuena y mañana es navidad. —Es como si dijeran
al unísono.
—¡Feliz Navidad! —respondo.